martes, 22 de septiembre de 2015

SIN CONEXIÓN

El hombre medio sale de su madriguera y recorre apresuradamente los grandes cañones de asfalto hasta llegar a su puesto de trabajo, donde pasa ocho horas aislado frente a la pantalla de su ordenador. Regresa con presteza a su refugio y se esconde en su sofá, frente al televisor; ya está a salvo del mundo. Paredes de hormigón armado de treinta centímetros, ventanales herméticos, cortinas screen para evitar la luz natural y luces de bajo consumo para sustituirla… ni siquiera el ruido de la urbe le perturba. Un pequeño templo que le proporciona todo lo necesario por un módico precio gracias a la biblia del siglo XXI: el catálogo de IKEA. Parece que no quiera formar parte del mundo exterior.
La gente, por las calles, es desconocida. Nadie se saluda, nadie se sonríe… Todos somos extraños para todos. ¿Por qué? ¿A caso no somos iguales? ¿A caso no formamos parte de la misma especie? Parece que cada uno esté formando la suya propia; parece que la ciudad nos convierta, lentamente, en seres aislados. ¿No le resulta extraño a usted también sentarse junto a alguien en el autobús y no compartir ni un mínimo gesto comunicativo?
Me imagino una ciudad en la que la gente se conociera entre sí, en la que la gente hablara sin prejuicios. Parece algo imposible. Subes al metro y lo único que encuentras es un vagón cargado de personas en el que reina el silencio, todas ellas sumergidas en sus teléfonos, libros o auriculares. Realmente parece que una ley prohíba la comunicación entre desconocidos.
Me pregunto si aquellos primeros hombres que poblaron la Tierra se imaginarían que las futuras generaciones destruirían la naturaleza y se aislarían en grandes monumentos de piedra; que prestarían más atención a un espejo negro que a un semejante. Quizá habría sido mejor no construir este desmesurado desierto de asfalto. Quizá sería mejor destruirlo y dejar que la selva volviese a brotar, donde podríamos preservar las únicas dos cualidades positivas de nuestra especie: nuestro lado animal y comunicativo y nuestro lado divino y artístico.
¿Realmente es necesario el progreso? Construimos y volvemos a construir sobre lo construido.  Avanzamos a pasos de gigante hacia ningún destino. Progreso para llegar al progreso. La tecnología definitiva se supera a sí misma al año siguiente. Los edificios crecen hacia el cielo y olvidan la tierra. Si las cremalleras sustituyen a los botones, aquel espacio para pensar frente al espejo por las mañanas desaparece, como decía Bradbury. Parece que cuanto más avanzamos, menos necesitamos al prójimo. Parece que cuanto más avanzamos, más creemos ser dioses que hombres… pero la realidad es que no somos más que roedores en una desproporcionada ratonera. Solo en la selva podremos encontrar aquel equilibrio entre animal y dios… porque al fin y al cabo, somos el hijo mestizo entre un mono y la paloma del espíritu santo; así es como llegamos a la naturaleza y ahí es donde deberíamos estar.